Hans Cuadros Sánchez. Abogado por la PUCP y profesor de la Universidad Científica del Sur.
Había llegado la hora de almuerzo, en un día laborable cualquiera de mediados del año 2012, y mientras caminábamos por la avenida Arequipa, Jhoel Chipana me preguntó “¿Qué cursos vas a llevar este ciclo?”. Le respondí con una pequeña lista de cuatro cursos que ya tenía definida, pero aún me quedaba una duda: “No sé si llevar Historia del Derecho Peruano o llevar Análisis Económico del Derecho. Los dos se cruzan, tengo que elegir uno de ellos”. Ambas eran materias electivas y me interesaban mucho, sobretodo el curso que dictaba Alfredo Bullard, que era por el cual me estaba decantando. “¿Quién está dictando Historia del Derecho?” me preguntó Chipana, “Lo está dictando un profesor que se apellida Ramos”, respondí. Jhoel me miró con sorpresa: “¿Carlos Ramos?” preguntó inquisitorialmente. “Debe ser, en la matrícula aparece C. Ramos”, respondí con aire despreocupado. “Chulls, ¿sabes quién es Carlos Ramos no?” su pregunta denostaba cierta admiración por el nombre, como si debiera conocerlo. “Sí, claro, cómo no”, le mentí. En realidad, había escuchado ese nombre en mi segundo año de la Universidad -si mis recuerdos no me traicionan, en cuarto ciclo- cuando adelantaba el curso introductorio de facultad y la antropología me tentaba más que el derecho. Mi memoria me lleva a la presentación del libro amarillo de la historia de la Facultad de Derecho PUCP en el auditorio principal, aunque no recuerdo si asistí. “Métete con él”, me dijo Jhoel. “No lo sé, quiero llevar AED y la historia la puedo aprender leyendo”, le respondí un poco incómodo. “Hans, métete con él. Es el más grande historiador del derecho, aun vivo, y cuando yo estudié nunca se abrió ese curso. ¿Quién sabe cuando se volverá a abrir? Métete con él, lo demás no importa” concluyó. “Está bien. Lo haré”, le respondí mientras cruzábamos la calle Risso para entrar a una pollería. Jhoel Chipana me había convencido.
La historia siempre me había gustado. Fue mi curso favorito durante mi etapa escolar, especialmente la secundaria. Nunca tuve un cuaderno de clase decente, mis notas las obtenía con lo que leía en los libros de texto y rendía los exámenes con tranquilidad. En Estudios Generales Letras tampoco necesité esforzarme para sobresalir en los cursos de historia, era todo muy natural y sencillo. ¿Para qué estudiar un curso de historia del derecho? si podía leer los libros en varios tomos que el tal Carlos Ramos Núñez había escrito. Bueno, al menos su curso se dictaba los viernes, así que sería un buen inicio de fin de semana, luego del trabajo de oficina. Una semana antes del inicio del curso, oímos en el estudio la noticia de que el padre del profesor Ramos había fallecido víctima de un atropello vehicular en el centro de Lima. Me dio mucha pena que el curso comenzara con una tragedia personal de mi futuro profesor de Historia del Derecho.
Llegó el día de la clase, pero Carlos nunca llegó. La semana siguiente fue la primera vez que lo vi. Era un señor alto, cabello oscuro, no muy abundante, y tez blanca. Se notaba que había bajado un poco de peso, pues sus prendas de vestir le quedaban un poco holgadas. Ingresó al salón con un ritmo de paso bastante distinto al de la mayoría de los profesores de la facultad. Él ingresó bastante pausado, dando un vistazo al salón y saludando sencillamente a quienes estábamos presentes. También sus primeras palabras y lecciones fueron pausadas, era evidente que la muerte de su padre, el historiador y juez altiplánico Augusto Ramos Zambrano, lo había afectado emocionalmente, pero no mermado su vocación. Esa primera clase fue sobre las fuentes de la historia del derecho y la intersección entre esas dos disciplinas. En efecto, eran fuentes distintas a las tradicionales del derecho y tenían, como principal factor, un elemento que siempre es una constante de reflexión en mi vida: el Tiempo. Lo acompañó, cómo no recordarlo, José Cornejo Lindley.
El curso fue accidentado, pero novedoso para la educación jurídica, esencialmente dogmática y positivista en este país. Carlos destacaba por su lucidez mental para dar lecciones de memoria, pero no estaba en su mayor erudición. Sin embargo, podía llegar a comunicarse con cierta profundidad con algunos estudiantes curiosos o ávidos de las anécdotas que contaba. No tenía una caligrafía muy artística, tampoco un estilizado y geométrico manejo de pizarra, pero sí tenía destacadas anotaciones de fechas, autores y títulos de libros, que combinaban bien con un agudo sentido del humor que hacía que uno, si quisiera, se mantuviera pegado a la clase. Era una biblioteca encarnada en un tipo agradable, alguien indudablemente diferente por ello y eso lo hacía misteriosamente talentoso. Habría que descubrirlo. En esos días vi en Facebook unas imágenes de protesta muy creativas al estilo de la Nueva Corónica de Guamán Poma de Ayala, se las mostré. A Carlos le gustó las imágenes: “Tráeme más”, me dijo sonriendo. Así, cada vez que podía encontrar algo anecdóticamente interesante, se lo mostraba. Él observaba con curiosidad de niño lo que veía y como si volviera nuevamente en sus pensamientos podía emitir algún comentario, sonreír y cambiar de tema. Un día escribí un poema de contenido histórico que le mostré, lo leyó interesado, me sonrió de forma traviesa y me dijo “¡Qué ocurrente eres! Vamos por galletas y un té.”
El día del examen final, al igual que la primera clase programada, no se dio. Me decepcioné porque había leído un par de buenos capítulos del volumen 2 del tomo quinto de su Historia del Derecho Civil Peruano: “Las Instituciones”. Mientras escribo estas líneas, me entero de que probablemente fue por el fallecimiento de una hermana suya. Llegó el día del nuevo examen y solo había repasado un poco, así que estuve un poco de mal humor. Creo que me fue bien, pues al culminar el ciclo obtuve el primer puesto en el curso, el único en el que obtuve el promedio y dicho puesto sin compartirlo con otro estudiante. No puedo dejar de sentirme más orgulloso de ese logro. No puedo aparentar una falsa humildad, aunque venda bien hacerlo. Lo siento. A partir del ciclo siguiente sería su asistente de cátedra. Me hice la promesa de ayudarlo a que nunca más le pasara lo del examen final. Creo que la cumplí, no sin el apoyo de nuestros asistentes Uber y Ariana, y obviamente, la experiencia de José Cornejo. Al ser su asistente comenzaría una aventura intelectual y humana que nos traería muchas alegrías, aunque también trajo dolores de cabeza para otras personas, por ejemplo, a Rita Sabroso, mi querida y recordada Rita, mi formadora profesional, que sufría los permisos que daba a su practicante por asistir a la clase de Carlos. Terminaría retirándome de las prácticas en el estudio a pocas semanas de culminar la universidad, para enfocarme en mi tesis, cuyo asesor sería Ramos Núñez. Fue una difícil decisión: dejar un puesto laboral casi asegurado en un estudio jurídico bien posicionado, para seguir la -en términos económicos- no muy grata carrera académica en investigación jurídica. Pensé que nunca más pasaría por una renuncia así. Estaba muy equivocado.
Mientras era practicante, había logrado ahorrar un dinero y decidí pedir vacaciones para irme hacia el sur del Perú. Me lo concedieron. El viaje fue especial, porque fue mi primer viaje largo solo. Por casualidades del destino, cuando me encontraba en la altiplánica ciudad de Puno, coincidí con Carlos Ramos Núñez, quien había sido invitado para un evento académico. Creo que conversábamos por Facebook y me dijo que se encontraba también ahí. Me dio la dirección y vi que nuestros hoteles se encontraban a escasas dos cuadras. Lo fui a visitar. Fue una de las conversaciones más felices que tuve en mi vida. “Hans, vámonos a Buenos Aires en verano. Yo enseño en verano en el doctorado de la UBA. Preparamos las clases y nos vamos. Me ayudas ahí.” fue la propuesta. Meses después nos estaríamos encontrando en “La Ciudad de la Furia”, la de Soda Stereo. Fue la primera vez que tuve un acercamiento real al mundo académico del derecho latinoamericano. Carlos tenía las clases de Historia Constitucional y Derecho Iberoamericano a su cargo en ese periodo. Una experiencia inolvidable que me hizo conocer al Carlos Ramos Núñez de talla internacional. Las clases no eran exactamente las llamadas “clases magistrales”, como estamos acostumbrados en Perú. Eran sesiones de intercambio intelectual, profesional, conocimiento empírico y sobretodo calidez humana alrededor de la Historia del Derecho. Profesionales de Colombia, Ecuador, Brasil, México, Bolivia y hasta algunos de África escuchaban atentos las lecciones de Carlos e intercambiaban conocimiento de la cultura jurídica de su país. En los recesos vendíamos ejemplares de libros suyos que habíamos traído desde Perú, y con ese dinero pudimos solventarnos algunos gustos; visitar las librerías de Buenos Aires como el fabuloso “El Ateneo Grand Splendid” y la especializada “Guadalquivir” en humanidades y ciencias sociales; y, cuando el dinero nos lo permitía, salir con un buen par de libros nuevos. Me sorprendía, además, el respeto que los estudiantes mostraban hacia Carlos. Recuerdo la jornada de presentaciones “Diálogos desde el Sur” donde profesores y doctorandos presentaban sus ponencias en las majestuosas instalaciones de la Facultad de Derecho de la UBA, la de Carlos estuvo repleta. Era tal el reconocimiento académico que tiempo después se presentó el número XXI de la colección “Reflexiones sobre el Derecho Latinoamericano”, edición con el merecido título de “Estudios en Homenaje al profesor Carlos Ramos Núñez”, con ello se cumplía el famoso dicho popular que a la letra dice “nadie es profeta en su propia tierra”. En resumen, las clases fueron, en gran medida, seminarios jurídicos donde más que aire se respiraba sabiduría, complementada, además, con una sensación térmica promedio de 40° Celsius, algo que casi siempre lidiábamos con un par de botellas de agua, aunque termináramos empapados de sudor.
En el año 2014, durante mi último ciclo en la universidad, me encontraba en el proceso de elaboración de la tesis y Carlos había sido nombrado candidato al Tribunal Constitucional, luego de un proceso de entrevistas donde destacó por su lucidez y conocimiento de la historia constitucional. El día de la votación definitiva en el Congreso de la República, tuvimos clases a primeras horas la mañana y, luego, fuimos a desayunar dentro de la universidad. Carlos tenía un teléfono móvil bastante sencillo y me pidió conectarnos a una radio. No pudimos hacerlo. Así que tuvimos que intentarlo en el mío, que también era otro equipo móvil, que Rita me regaló antes de retirarme del estudio, y que reclamaba a gritos ser renovado, aunque al menos tenía radio y cámara. Nos sentamos en la banca al frente de la Biblioteca Central de la PUCP y, mientras pasaba la gente por ahí, oímos los votos de los congresistas. Así, el 21 de mayo de 2014, Carlos Ramos Núñez fue elegido magistrado del Tribunal Constitucional con una absoluta mayoría de 119 votos a favor. A los minutos, su móvil se reivindicó, pues timbró una llamada de número desconocido: era el presidente de la República, Ollanta Humala, quien lo felicitaba personalmente por su elección. Seguimos sentados por un momento más y pasaron algunas personas que lo reconocieron y felicitaron, luego nos despedimos mientras quedaba clarísimo que su nueva labor implicaría una gran responsabilidad que no siempre sería bien reconocida a pesar de sacrificar tiempo para sus libros. Carlos asumiría la mayor responsabilidad profesional de su vida, tal vez sin saber que nunca la dejaría en vida.
“Hans, ya presenta tu tesis. Está lista. Ven conmigo a trabajar en el TC”, me dijo Carlos Ramos por teléfono una tarde cercana a la semana santa de 2016. La posibilidad de trabajar ahí estuvo abierta desde que asumió el cargo, pero la tesis en proceso de elaboración la hacía inviable para ambos. Era marzo y en abril de ese año pasaría a ser integrante de su despacho. Durante el periodo que trabajamos juntos ahí, Carlos no perdía esa sensibilidad para reflexionar sobre ciertos casos que por su trascendencia llegaban a esa instancia, pero la dinámica era distinta al del escenario académico. El Tribunal Constitucional como institución era un mundo demasiado procedimental y jerarquizado, hasta en el lenguaje de las relaciones humanas. No sé si él trataba de romper aquello, en cierto modo, o tal vez yo con algunas licencias que me daba. Al menos en mi caso, tiré la toalla. Renuncié a su despacho, luego de poco más de un año de estar ahí. Agradezco que Carlos, a pesar de la tristeza, no me retuvo. “Antropología” me dijo, cuando le comenté el motivo principal de mi renuncia. “Sabes, me hubiera gustado estudiar otras disciplinas como la antropología. Es otro mundo”, continuó. “No se preocupe doctor, seguiremos viéndonos en la universidad” le respondí. Disfruté nuevamente la libertad, pero con una renuncia que nunca pensé repetir.
Desde afuera veía como le llegaban casos más complejos, que él en su calidad de ponente sorteaba cada vez con mayor experiencia. Al discutirse algunos casos controversiales, como el Habeas Corpus de la señora Fujimori, fue duramente vapuleado por la prensa con inventos sobre su vida personal. A pesar de las críticas que recibiría por su voto en ese caso, se mantuvo en su sentido jurisprudencial de la exclusiva excepcionalidad de la prisión preventiva. Discrepé públicamente de ese voto suyo, el cual sigo considerando fue indebidamente equiparado al de los tres votos que liberaron a la señora, pues en esencia eran distintos, pero aun así fue sumado para alcanzar la mayoría. Otros prefirieron el ataque personal, algunos con ofensas de todo calibre, algunos irreproducibles, en redes sociales. Lo más indignante era el de algunos que acudían a él por consejos académicos y, hasta cartas de recomendación para postulaciones a posgrados, pero que, animados por la efervescencia tribunera del cargamontón mediático y la necesidad de likes en Facebook, arremetieron duramente contra él. Esa decisión le costó la pérdida y una dura crítica de algunas amistades que conocían de sobra sus aptitudes investigativas y calidad humana, y que ahora parecían haberse olvidado de ello. Sin embargo, se mantuvo firme en su posición. No voy a negar que me sorprendió su resiliencia ante esas críticas, algo que yo no hubiera hecho, al contrario, más bien hubiera respondido con mayor fuerza. Él parecía dar la otra mejilla.
Por otra parte, como Director del Centro de Estudios Constitucionales, seguía dándole el renombre y la visibilidad que nunca había tenido esta entidad. De la mano de Nora Lorenzo y Carolina Carrasco prosiguió con las investigaciones jurídicas en materia de historia constitucional que luego Jimmy Marroquín publicaría con ayuda del equipo de edición. Mientras tanto, las capacitaciones a cargo de Nadia Iriarte y Christian Ramírez-Gastón fueron cada vez más constantes y masivos. El punto más alto se dio cuando, gracias a la gran coordinación que tuvimos con Milagros Morales, el Instituto Riva-Agüero y la Facultad de Derecho PUCP, organizamos un exitoso congreso iberoamericano de historia del derecho en el marco de las actividades por el centenario de la referida facultad. No recuerdo haber visto a Carlos tan alegre y orgulloso como en esos momentos, pues había logrado vincular exitosamente sus responsabilidades como magistrado y académico. En diversas fechas llegaron al Centro de Estudios Constitucionales y al propio Tribunal Constitucional ponentes internacionales de la talla del director del Instituto Max Planck de Historia del Derecho, Thomas Duve, y el reconocido jurista César Calvo, quien luego fallecería dejando un gran vacío en los estudios sobre derecho y literatura. En esos días, los cursos, conferencias y actividades académicas tenían una gran acogida en abogados litigantes. Era muy grato ver que profesionales de la judicatura y abogados del interior del país venían para capacitarse y actualizarse en las instalaciones de la institución. Retomé mi colaboración con él, esta vez con dos trabajos para las publicaciones del CEC. Sólo uno vio la luz, pues en una sorpresiva y cuestionable decisión del Pleno, Carlos Ramos Núñez no sería ratificado como Director del Centro de Estudios Constitucional y, con su ausencia, el texto que preparé de los debates del Congreso Constituyente de 1993, sobre los derechos fundamentales, quedaría en stand by hasta la fecha. En diciembre de 2019, la despedida que los trabajadores del Centro de Estudios Constitucionales le prepararon fue una de las más emotivas que había visto. A diferencia mía, Carlos sí había triunfado en romper las jerarquías.
La pandemia del Covid-19 se había llevado la vida de Rita a inicios de este año, pero felizmente no te tocó a ti, Carlos, pues tu delicada salud pudo ser blanco del virus que, aunque no fue lo que te llevó, sí me impidió volver a verte. Sabes, me gustaría que fuera cierto lo que Norita me dijo que eras: “como un gato, no de siete, sino de mil vidas” y saber que volverás a llamar o escribir en cualquier momento. Me gustaría volver a verte en una actividad académica y conversar nuevamente en los recesos, que mis estudiantes te conozcan, les des unas palabras y que te sientas orgulloso de lo que construimos juntos, más allá de los libros y otros textos. A pesar de esa frustración, lo que me alegra es que te fuiste como viviste, a tu manera, y que, a pesar de los problemas, supiste tener siempre una sonrisa hasta el momento final, sin guardar rencor a quien te hubiera hecho daño. No tengo certeza cuando fue la última vez que te vi, pero se me viene a la mente ese almuerzo de despedida en el Centro de Estudios Constitucionales, con todo el equipo de trabajo que, bajo tu dirección, se mostraron genuinamente felices por hacer lo que a muchos no siempre les hace feliz, es decir, trabajar. Y cuando me refiero a la felicidad no me refiero a un estado de ánimo como lo es la alegría, sino a la reflexión sobre la vivencia humana compartida; pues la felicidad, como la concibo, es esa satisfacción de ver el fruto de la dedicación y del trabajo reflejado en esa sonrisa de los miembros de tu comunidad.
Gracias por todo, doctor Carlos Ramos Núñez, historiador del derecho y profesor latinoamericano.
1 Hans Cuadros Sánchez (Huancayo, 1991) es profesor a tiempo completo de la Universidad Científica del Sur y profesor por asignatura de la Escuela de Posgrado de la Universidad Privada de Tacna. Además, es abogado por la PUCP y magister en antropología por la misma casa de estudios. Es también especialista en Historia del Derecho, Antropología Jurídica e Investigación Jurídica en general. Ha colaborado con Carlos Ramos Núñez desde el año 2012, con quien es co-autor del libro “Crónicas de Claustro: Cien años de la Facultad de Derecho PUCP”. Ha escrito también el libro conmemorativo por el vigésimo aniversario de la Academia de la Magistratura y una serie de artículos jurídicos desde una perspectiva interdisciplinaria
Comentarios
No soy hombre de leyes pero si he vivido con uno…mi padre…la lectura del comentario fue un buen elixer de la nobleza de un verdadero magistrado y maestro.grande…
El maestro Carlos Ramos Núñez lo conocí en 1995 en la Maestría de Derecho Civil en la PUCP, dictaba el curso de Derecho Latinoamericano, siempre tenía tiempo para sus alumnos al finalizar las clases, nadie se perdía sus clases, incluso aún mantengo sus grabaciones en casettes; recuerdo que al finalizar la maestría no hubo mejor elección que nombrarlo nuestro padrino de promoción, ello lo emocionó, era la primera promoción que lo nombrada como padrino, la votación fue unánime; nos dejó un gran legado a través de sus obras, la investigación que era lo que lo apasionaba, y, nunca olvidó a sus alumnos, cada vez, que lo veía en algún evento, reconocía, y siempre con su sonrisa tan amable; gracias maestro, amigo, lo vamos a extrañar.